
Los otros logros de Gustavo Petro
En un país donde los presidentes suelen dejar “legados” que se resumen en elefantes blancos, carreteras inconclusas y escándalos con nombres de telenovela, Gustavo Petro logró algo insólito: desenmascarar. No a todos —porque Colombia es como un circo de tres pistas donde siempre aparece un payaso nuevo—, pero sí a suficientes como para incomodar a más de un burócrata atragantado con whisky en los cocteles de la élite.
Petro, sin querer o queriendo, dejó claro que las “altas cortes” no son precisamente alta cultura jurídica, sino más bien un club privado donde se rifan favores como si fueran boletas para un concierto de reguetón. Durante años nos vendieron a los magistrados como semidioses de la toga; hoy sabemos que más de uno era apenas cajero VIP de carteles, lavadores y empresarios con facturas en Suiza.
Otro logro inesperado fue el académico. O más bien, el antiacadémico. Resulta que buena parte del Congreso —ese salón de stand-up involuntario— no pasaría un examen de primaria sin ayuda del celular. Ministros e “institutos descentralizados” se llenaron de doctores en corrupción con maestría en contratos y doctorado en clientelismo. Todo avalado por partidos tradicionales que juraban traer “expertos”. Expertos, sí: en firmar cheques y recibir sobres manila.
Petro también obró el milagro de resucitar políticamente a los zombis de la izquierda. Aquellos que, en nombre del pueblo, terminaron dándose la mano con el uribismo en un aquelarre de coherencia cero. La metamorfosis fue tan rápida que ni Kafka se lo hubiera imaginado.
Pero donde realmente se ganó medallas fue en el periodismo. Bueno, en lo que algunos todavía insisten en llamar periodismo. Porque al prender la luz, Petro dejó claro que lo que abundaba no eran reporteros sino locutores con libreto ajeno. Los grandes medios —Caracol, RCN, W, Semana, El Tiempo y otros templos de la objetividad— resultaron ser oficinas de prensa de intereses tan oscuros como la billetera de un contratista. Al final, lo único que informaban con rigor eran los comerciales.
En cuanto a las guerrillas, Petro mostró otra verdad incómoda: que ya no son ese mito romántico del campesino alzado en armas, sino sucursales del paramilitarismo reciclado. Una franquicia, como Starbucks, pero con más balas y menos café.
El gran descubrimiento, sin embargo, fue confirmar que en Colombia la democracia se mide en efectivo. No en ideas, no en programas: en fajos. Se compra la marcha, se alquila el voto, se elige al congresista y, con un dos por uno, al fiscal, al procurador, al contralor y hasta al portero del Palacio de Justicia. Todo a la vista, todo con recibo.
Así, sin proponérselo, Petro logró algo único: probar que este país no lo gobierna un presidente, sino un consorcio de corrupción, narcotráfico y paramilitares que maneja la chequera nacional como si fuera el bolsillo de atrás.
Y ahora la cereza en el pastel: las decisiones que hoy tomen las altas cortes sembrarán el futuro político de Colombia, ya sea con más odio o con algún cambio real. De esas sentencias dependerá si seguimos repitiendo la historia con los mismos clanes, o si al fin se jubila la vieja rosca de los tradicionales, incluido el célebre “culibajito” con su legendaria “ventanilla siniestra”, convertida en oficina de atención al cliente del poder en la sombra.
Recomendación al lector: si aún cree que manda el presidente, apague el televisor, deje la radio y revise su cuenta bancaria: ahí sabrá quién gobierna.