
Columnista Invitada
Por: Juanita Uribe
Desde la neurociencia el cerebro humano no busca verdad, busca pertenencia. El votante adicto al líder cae en el sesgo de confirmación: solo ve lo que quiere ver. Y cada vez que defiende al político como si fuera su familia, su sistema límbico le premia con una dosis de dopamina. Fanatismo con respaldo químico. Una droga con bandera. Esa pertenencia se convierte en identidad, y la identidad es adictiva. Así nace el fanatismo: no en la política, sino en la química cerebral.
El sistema no está diseñado para la transparencia, sino para la negociación.
Quien gobierna no lo hace solo: responde a bancadas, a acuerdos, a presiones nacionales e internacionales.
Un presidente es apenas la fachada visible de una arquitectura de poder más compleja. Llega al cargo no por virtud sino por viabilidad: porque representa la dosis exacta de promesa, obediencia y ambigüedad que los poderes fácticos pueden digerir.
Su discurso no es guía, es guion. Y su margen de acción está condicionado por partidos, sectores económicos, organismos multilaterales, y equilibrios internacionales que rara vez se discuten en público, como para que nosotros sigamos sintiéndonos exclusivos de su discurso.
Ningún presidente gobierna en libertad. Gobierna entre márgenes estrechos: déficits heredados, deuda pública, inflación estructural, dependencia comercial, tipo de cambio condicionado por flujos externos. Las decisiones “soberanas” tienen precio, y ese precio lo ponen los mercados. Cada reforma que anuncia, cada subsidio que promete, cada ajuste que pospone, responde menos a su voluntad y más a la estabilidad de una economía globalizada que no perdona desvíos. Un presidente puede tener buenas intenciones; el sistema financiero no.
Hay quienes todavía insisten en blindar moralmente al presidente de turno, como si el poder no tuviera memoria histórica ni vocación de sombra.
Un presidente no es un héroe griego ni un iluminado. Es, en el mejor de los casos, un administrador con compromisos inconfesables; un títere articulado por intereses más grandes que su propio discurso. Como si la silla presidencial tuviera la virtud de santificar al que se sienta en ella. Se olvidan o el fanatismo les anestesia que el poder no transforma al hombre: lo revela, lo multiplica y lo distorsiona.
Cuando una persona llega al poder, su cerebro cambia literalmente.
El acceso al poder reduce la actividad en áreas del cerebro asociadas con la empatía, como la corteza prefrontal medial. Esto significa que, con el tiempo, los líderes tienden a dejar de percibir y valorar las emociones ajenas con la misma intensidad. Además, se activan circuitos dopaminérgicos que refuerzan conductas de riesgo, impulsividad y sobreconfianza. El poder genera una especie de “embriaguez neurológica”, se apaga la autocrítica y se enciende la ilusión de invulnerabilidad. Es una embriaguez neuroquímica.
Por eso, el poder sostenido sin límites o contrapesos no solo corrompe moralmente: reconfigura el cerebro.
Esos circuitos de dopamina que refuerzan la sensación de invulnerabilidad, la impulsividad y la toma de decisiones arriesgadas, reconfigura la forma en que el cerebro humano funciona.
Asi que por eso el poder, incluso en democracia, debe ser observado, cuestionado, vigilado. La lucidez ciudadana no se manifiesta en la lealtad, sino en la desconfianza activa.
No se trata de odiar al líder, sino de no convertirlo en tótem.
Porque cuando lo hacemos, nos volvemos súbditos que aplauden en vez de ciudadanos que piensan.