
Redacción Cultura y Recreación
Colombia está viviendo un giro cultural histórico. La Corte Constitucional dejó en firme la Ley 2385 de 2024, que prohíbe definitivamente las corridas de toros, el rejoneo, las novilladas, las becerradas y las tientas. Pero la decisión fue mucho más allá: el alto tribunal también cerró la puerta a los toros coleados, las corralejas y las peleas de gallos, prácticas que durante décadas se defendieron como “tradición popular” y que hoy quedan fuera de la legalidad.
Con ponencia del magistrado Miguel Polo Rosero, la Sala Plena fue clara: el mandato constitucional de protección y bienestar animal está por encima de cualquier otra interpretación. Así, se declaró inexequible el parágrafo de la ley que pretendía mantener vivas estas actividades, ratificando que el cambio cultural debe ser integral y sin excepciones.
Una fiesta de élite venida a menos
Aunque los defensores de la tauromaquia insisten en llamarla “arte” o “patrimonio”, lo cierto es que en Colombia las corridas de toros siempre fueron un espectáculo asociado a la “alta sociedad”. En plazas como la Santamaría de Bogotá o Cañaveralejo en Cali, el público tradicional estuvo compuesto por empresarios, políticos y familias influyentes que veían en la tauromaquia un símbolo de prestigio y distinción.
Sin embargo, esa visión chocó desde hace décadas con la crítica social. Para muchos, el toreo nunca fue cultura, sino un entretenimiento cruel sostenido por un pequeño círculo de poder. Las corralejas y las peleas de gallos, aunque con un tinte más popular, también fueron defendidas con vehemencia por élites locales que encontraron en estos eventos un negocio rentable y una forma de reafirmar jerarquías.
El fallo de la Corte, entonces, no solo prohíbe una práctica: también rompe con una de las barreras culturales y sociales más arraigadas, donde la diversión de unos pocos se mantenía a costa del sufrimiento animal y del silencio impuesto por la tradición.
Tres años para la transición cultural
La Corte, consciente del impacto de su decisión, difirió los efectos de la prohibición durante tres años. No es una prórroga para seguir maltratando animales, sino un período de transición: el tiempo justo para que municipios, empresarios y aficionados entiendan que la cultura no puede construirse sobre la violencia.
En ese lapso, el reto será doble. Por un lado, diseñar alternativas económicas y culturales para quienes dependen de estas actividades. Por el otro, abrir espacios de reflexión sobre qué tipo de país quiere ser Colombia en el siglo XXI: uno que se aferra a rituales sangrientos, o uno que reinventa sus expresiones culturales en clave de respeto por la vida.
El choque con la tradición
La decisión de la Corte toca fibras sensibles. En redes sociales, defensores de la tauromaquia y de las peleas de gallos han reaccionado con indignación, argumentando que se trata de una “imposición urbana” que desconoce tradiciones campesinas y caribeñas. Pero detrás de ese discurso hay un trasfondo de poder: durante años, estas actividades fueron intocables porque contaban con el apoyo político de familias y clanes regionales.
Hoy, esa barrera cayó. El mensaje es claro: el argumento de la “tradición” ya no es suficiente para justificar el sufrimiento animal.
Un cambio que marca época
Lo que está en juego no es solo la prohibición de espectáculos violentos, sino una transformación cultural profunda. La Corte Constitucional, con esta decisión, le está diciendo a Colombia que la modernidad pasa también por la relación con los animales y por la capacidad de abandonar prácticas que antes parecían intocables.
En tres años, cuando la ley entre en vigencia plena, las corridas, las corralejas, los toros coleados y las peleas de gallos serán apenas un recuerdo de un país que se resistía a cambiar. Un recuerdo de cómo, por décadas, la alta sociedad colombiana defendió como “arte” lo que en el fondo era una demostración de poder y crueldad.