
La Selección Colombia vuelve a la élite. Después de la dolorosa ausencia en Catar 2022, la Tricolor aseguró su clasificación a la Copa del Mundo de 2026 con un triunfo convincente 3-0 sobre Bolivia en el Metropolitano de Barranquilla. Los tantos de James Rodríguez, Jhon Córdoba y Juan Fernando Quintero no solo sellaron el boleto, sino que devolvieron a la afición esa sensación de estar otra vez en la conversación mundialista.
Pero, más allá de la euforia, el festejo esconde preguntas urgentes. La clasificación es apenas la entrada a un escenario mayor: una nómina en transición, un cuerpo técnico aún a prueba, tensiones internas que no desaparecen, el desgaste con la prensa y la incómoda realidad de una afición que exige, pero rara vez asume su propio papel.
Una nómina en construcción: del ocaso a la esperanza

Colombia encara 2026 con una plantilla híbrida: nombres históricos aún vigentes y una camada que pide espacio. James Rodríguez, con 33 años, sigue apareciendo en los momentos cruciales, pero su físico frágil lo convierte en un enigma. ¿Podrá resistir un torneo largo? Juan Fernando Quintero, a veces genio, a veces fantasma, sigue dependiendo de un contexto que potencie su zurda privilegiada.
El futuro inmediato pasa por dos nombres: Luis Díaz, quien dejó el Liverpool y se convirtió en fichaje estrella del Bayern Múnich, y Jhon Arias, que tras brillar en Fluminense recaló en el Wolverhampton. El primero representa la carta mundialista más clara, un atacante con impacto en la élite europea; el segundo, un mediapunta en crecimiento que aporta desequilibrio y sacrificio.
El ataque se robustece con la potencia de Jhon Córdoba, un delantero menos refinado, pero letal en el área. Para empezar, se dieron los regresos al proceso de jugadores como Yerson Mosquera, defensor central del Wolverhampton que sufrió una rotura de ligamento en 2024, y dejó afuera a Jhon Jáder Durán. En el mediocampo, Jefferson Lerma y Wilmar Barrios ofrecen equilibrio, mientras que la defensa sigue siendo un terreno de dudas: Davinson Sánchez combina experiencia con errores recurrentes, y Yerry Mina, cuando no está lesionado, aporta liderazgo aéreo.
El arco, dividido entre Camilo Vargas y Álvaro Montero, es quizás lo que más ofrece la seguridad que exige un Mundial. En conclusión: hay talento, pero falta consolidar un colectivo capaz de trascender.
Néstor Lorenzo: el heredero sin corona

El técnico argentino carga con una paradoja. Fue parte del cuerpo técnico de Pékerman, el último en llevar a Colombia a brillar en un Mundial (2014 y 2018), pero no tiene la estatura mediática de su maestro.
Su gestión, sin embargo, tiene méritos: clasificación directa asegurada a falta de una jornada y un equipo que, con altibajos, logró resultados. Apuesta por la solidez defensiva y transiciones rápidas, pero su Colombia aún no muestra una identidad reconocible.
El reto de Lorenzo es evitar convertirse en un simple puente generacional. El Mundial de 2026 será su prueba definitiva: allí se sabrá si es un arquitecto de futuro o apenas un técnico funcional.
Altibajos, dudas y una afición dividida
Las eliminatorias dejaron partidos brillantes y otros para el olvido. Colombia fue capaz de vencer con autoridad y, al mismo tiempo, de perder puntos inexplicables ante rivales de menor jerarquía.
La afición, acostumbrada a exigir más de lo que acompaña, ha estado dividida entre la euforia momentánea y la impaciencia crónica. En Barranquilla, el calor del Caribe convierte al Metropolitano en un hervidero: del júbilo absoluto al murmullo crítico hay apenas un gol de diferencia.
Indisciplina y grietas en el vestuario
Los rumores de indisciplina no son nuevos. Salidas nocturnas, choques entre jugadores y episodios de desgobierno interno han acompañado a esta generación. Aunque la Federación y Lorenzo han optado por el silencio, el manejo discreto no siempre significa control.
Un Mundial no perdona fisuras internas. La disciplina será tan determinante como la táctica. Colombia puede tener a Díaz en Múnich y a Arias en la Premier, pero si el vestuario se fragmenta, el talento se diluye en ruido.
Los héroes silenciosos
Más allá de James y Díaz, la clasificación se explica por nombres menos mediáticos. Lerma, incansable en el mediocampo; Córdoba, que aporta potencia en ataque; Arias, que equilibra talento y sacrificio.

Son los obreros que sostienen al equipo cuando las luces de los reflectores se apagan. En ellos, más que en los nombres de portada, puede descansar la verdadera fortaleza de la Tricolor rumbo a 2026.
Expectativas reales: ¿competir o trascender?
El Mundial de 2026 será distinto: 48 selecciones, más partidos, más exposición. En ese contexto, Colombia no debería conformarse con estar. El objetivo mínimo es superar la fase de grupos, pero la ambición debe ser más alta.
El espejo sigue siendo Brasil 2014, donde James Rodríguez iluminó el torneo y llevó a Colombia a cuartos de final. Pero repetir esa hazaña no dependerá de un solo hombre. Díaz necesitará un colectivo a su altura. Sin eso, la Tricolor volverá a ser un equipo incómodo, pero no protagonista.
La prensa: un rival interno

Uno de los enemigos más consistentes del equipo no viste camiseta: es la prensa deportiva nacional. En Colombia, la crítica se ha convertido en un campo de batalla. Cada convocatoria de Lorenzo es diseccionada con furia, cada error individual se amplifica hasta el escarnio, y la sospecha permanente convierte cualquier tropiezo en drama nacional.
En parte, es sano: la prensa existe para exigir. Pero el nivel de hostilidad ha cruzado la frontera de lo útil. El resultado: un equipo a la defensiva frente a los periodistas, un ambiente enrarecido y jugadores que prefieren callar antes que alimentar la hoguera mediática.
Si Colombia quiere competir en paz, deberá blindarse de este desgaste. Porque un Mundial no se gana solo en la cancha: también se gana en la estabilidad emocional.
El espejo incómodo de la afición

Y, sin embargo, el enemigo más grande puede estar en casa. La afición colombiana es apasionada, vibrante, fiel… y profundamente contradictoria. Anoche, tras el 3-0 a Bolivia, miles salieron a celebrar como si nada fuese más importante.
El problema no es la celebración, sino la amnesia colectiva. La misma afición que hace un mes mezclaba fútbol y política en los estadios, que convertía cánticos en trincheras ideológicas, ahora se entrega al festejo irracional, olvidando que el fútbol no tapa crisis económicas, sociales ni políticas.
Esa capacidad de desconexión es peligrosa: convierte al balón en anestesia y al triunfo en excusa para no mirar de frente los problemas del país. El fútbol puede unir, emocionar y hasta redimir. Pero cuando se convierte en un espectáculo que todo lo borra, también refleja la fragilidad de una sociedad que celebra goles con rabia mientras ignora su propia realidad.
2026: volver no basta
Colombia está de regreso en el Mundial, pero esa es apenas la primera línea de una historia mayor. La nómina pide consolidación, Lorenzo exige evolución, la disciplina no admite fisuras, la prensa necesita autocrítica y la afición debe madurar.
El reto no es ir a 2026. El reto es demostrar que Colombia no solo volvió, sino que aprendió.