
GMTV Productora Internacional
Bogotá, julio de 2025.- El proceso judicial contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez ha dejado de ser un asunto doméstico y se ha convertido en un punto de inflexión con implicaciones profundas para la estabilidad política de Colombia, la legitimidad institucional y el escenario electoral rumbo a 2026.
A medida que se acerca la etapa clave del juicio por presunto soborno a testigos y fraude procesal, la pregunta ya no es si Uribe será absuelto o condenado —un terreno que compete exclusivamente a los jueces—, sino cómo reaccionará el país ante un fallo que podría cambiar el curso de su historia política contemporánea.
Un símbolo del poder bajo juicio
Uribe no es solo un expresidente. Es un símbolo. Su figura ha sido central en la política colombiana del siglo XXI: como arquitecto del modelo de seguridad democrática, como antagonista visceral del acuerdo de paz con las FARC y como creador del uribismo, una corriente de derecha populista que aún conserva una base electoral significativa.
Una eventual condena contra él sería un evento sin precedentes: el primer expresidente en recibir una sentencia penal por actos cometidos en el ejercicio de su liderazgo político. Pero más allá de lo jurídico, el impacto será esencialmente político y emocional. Para una parte importante del país, Uribe representa una narrativa de orden, autoridad y anticomunismo. Para otros, es el símbolo del autoritarismo, la guerra sucia y la impunidad histórica.
Las consecuencias para el uribismo y la oposición
Una condena formal tendría efectos devastadores sobre el ya debilitado bloque uribista, que ha perdido fuerza en el Congreso y no logra consolidar un liderazgo alternativo con peso nacional. La figura de Uribe ha funcionado como núcleo ideológico y disciplinario. Sin él, el centro-derecha quedaría huérfano, expuesto a fracturas internas y a una reconfiguración profunda.
Esto afectaría directamente la estrategia de la oposición de cara a las elecciones presidenciales de 2026. Sin Uribe en el escenario —ni como candidato, ni como respaldo moral de otro aspirante— la capacidad de movilización del uribismo se reduciría considerablemente, dando paso a liderazgos más moderados, independientes o incluso populistas de nuevo cuño.
Paradójicamente, esto podría beneficiar al gobierno Petro.
¿Victoria jurídica, ventaja electoral?
Para el presidente Gustavo Petro y el Pacto Histórico, una condena a Uribe significaría, al menos simbólicamente, el cierre de un ciclo histórico de impunidad y privilegio judicial. Aunque Petro ha sido prudente en no interferir en el caso, su narrativa ha girado en torno al fin del “régimen político tradicional” —y Uribe es la encarnación más visible de ese régimen.
Un fallo condenatorio podría consolidar la narrativa de Petro como el presidente que “purgó” al país de los abusos del pasado, algo que podría movilizar a su base y fortalecer su bloque de cara a las elecciones de 2026, incluso si él mismo no es candidato. El escenario ideal para el oficialismo sería consolidar a un sucesor bajo la bandera de la justicia restaurada y la institucionalidad fortalecida.
¿Riesgo de polarización e inestabilidad?
No obstante, el escenario también entraña riesgos. Una condena a Uribe podría ser utilizada por sectores radicales como argumento para alimentar una narrativa de persecución política, polarizando aún más el país. En un contexto de desconfianza institucional, crisis económica y tensiones sociales, el fallo podría desatar protestas, agitación o intentos de deslegitimar al sistema judicial.
Si el gobierno Petro no gestiona con responsabilidad este momento —si cae en la tentación del triunfalismo—, el efecto bumerán podría ser igualmente fuerte. La figura de Uribe, desde la condena, podría ser reciclada como mártir político por sus seguidores más fieles, generando una ola de reacción conservadora que termine debilitando la gobernabilidad.
Las señales para los mercados y la comunidad internacional
Para los inversionistas y observadores internacionales, una condena a Uribe enviará una señal potente sobre la independencia del poder judicial colombiano. Pero también encenderá alarmas si se percibe que el fallo se convierte en un catalizador de inestabilidad política. Los mercados buscarán certidumbre institucional y claridad sobre la continuidad de la política macroeconómica en medio de un ambiente cargado.
En ese sentido, la reacción del gobierno y del Congreso será clave para proyectar estabilidad o caos. Una transición política ordenada, sin interferencias ni politización del fallo, puede reforzar la imagen de Colombia como una democracia capaz de juzgar incluso a sus expresidentes sin caer en crisis sistémicas.
Para concluir: El juicio a Álvaro Uribe no es solo un proceso penal: es un parteaguas político. Su desenlace definirá las reglas del juego para las elecciones de 2026, la relación entre justicia y poder, y la madurez de la democracia colombiana. En juego no está únicamente el futuro del expresidente, sino el de toda una generación política que hoy debate entre la justicia y la revancha, entre el pasado que no termina de irse y el futuro que aún no logra consolidarse.