
Redacción Economía y Negocios
Por primera vez en décadas, miles de agricultores estadounidenses se preparan para recoger su cosecha sin contar con órdenes de compra del mayor cliente del mundo: China. La soya, un producto clave para la economía agrícola de Estados Unidos y un insumo fundamental para la alimentación animal en Asia, se ha convertido en el centro de una de las disputas comerciales más tensas de los últimos años.
La semilla de la discordia
China controla buena parte de las cadenas globales de suministro, desde componentes electrónicos hasta metales estratégicos. Pero hay un producto que necesita importar masivamente: la soya.
El gigante asiático compra alrededor del 60% de toda la soya que se comercia en los mercados internacionales, una cifra que lo convierte en actor central de este mercado. En los últimos 30 años, el crecimiento económico chino vino acompañado de un cambio en los hábitos de consumo: más proteínas, más carne, más demanda de alimento para cerdos y pollos.
Ese apetito convirtió a la soya en una mercancía estratégica. Estados Unidos fue durante años su principal proveedor, seguido de Brasil. Sin embargo, la guerra arancelaria entre Pekín y Washington ha roto ese equilibrio.
El boicot de Pekín
Desde mayo, China decidió suspender la compra de soya estadounidense como respuesta directa a los aranceles impuestos por el entonces presidente Donald Trump a los productos chinos. Fue un gesto político y económico: castigar a los agricultores del Medio Oeste, una de las bases electorales del mandatario republicano.
Las consecuencias no tardaron en sentirse. En estados como Illinois, Iowa, Minnesota e Indiana, productores que durante décadas vieron en China un cliente seguro ahora enfrentan incertidumbre.
“Cuanto más nos adentremos en el otoño sin llegar a un acuerdo con China, peores serán las repercusiones para los agricultores estadounidenses”, advirtió la Asociación Estadounidense de la Soya en una carta dirigida a Trump en agosto.
Por primera vez en años, los silos se llenan sin compradores claros.
Un riesgo calculado
Para China, el boicot no está exento de riesgos. La única alternativa real para suplir la enorme demanda de soya es Brasil, cuyo ciclo de cosecha comienza a inicios del próximo año. El país sudamericano cuenta con el volumen, los puertos y la infraestructura ferroviaria necesarios para abastecer a China, pero también es vulnerable a fenómenos climáticos.
“Creo que probablemente podrían prescindir de la soya estadounidense este otoño”, explicó Darin Friedrichs, director gerente de Sitonia Consulting, firma especializada en la agricultura china. “Pero si Brasil sufre una sequía o inundación que afecte sus cosechas, eso pondría a China en una situación muy difícil”.
En otras palabras, la apuesta china depende de que el clima en Sudamérica no falle.
El auge de la producción local
En el corto plazo, Pekín también está impulsando la producción interna. Este año se espera en China una cosecha récord de 21 millones de toneladas, impulsada por un clima favorable y precios en alza.
Para agricultores como Zhou Ping, el panorama es alentador. “La de este año es la mejor cosecha de soya que he visto en años”, dijo, observando sus campos de plantas verdes que le llegan hasta los muslos.
Aun así, el volumen local está lejos de cubrir la demanda total: China necesita importar entre 100 y 105 millones de toneladas adicionales cada año. La brecha entre lo que produce y lo que consume es tan grande que podría llenar 30 veces el Superdome de Nueva Orleans, uno de los estadios más grandes de EE.UU.
Una paradoja genética
La situación expone otra paradoja: mientras China depende de la soya importada para alimentar a sus animales, gran parte de esa soya es modificada genéticamente, algo que está casi totalmente prohibido en el país para consumo humano.
La producción local se destina sobre todo a alimentos como el tofu y la leche de soya. En cambio, los animales que alimentan a millones de consumidores chinos dependen de importaciones de granos transgénicos provenientes de Estados Unidos y Brasil.
La contradicción muestra hasta qué punto la seguridad alimentaria china está atada a factores externos.
El pasado reciente: un mercado trastocado
Antes de la guerra comercial de Trump contra Pekín en 2018, China compraba entre un cuarto y un tercio de la cosecha estadounidense. Ese vínculo aseguraba estabilidad a los agricultores del Medio Oeste y mantenía precios competitivos en el mercado global.
El conflicto arancelario cambió el tablero. China comenzó a diversificar proveedores, aumentando compras a Brasil y explorando acuerdos con países como Argentina y Rusia. Sin embargo, ninguno de ellos puede competir en volumen y logística con EE.UU. y Brasil.
La dependencia estructural sigue siendo evidente: Pekín necesita a los productores extranjeros tanto como ellos lo necesitan a él.
Impacto en EE.UU.: del campo a la política
En los campos de Illinois o Iowa, el boicot chino no es un debate abstracto. Representa pérdidas concretas para familias agrícolas que invirtieron millones en semillas, maquinaria y fertilizantes esperando un comprador seguro.
El golpe también tiene implicaciones políticas. La guerra arancelaria se convirtió en un tema central en las campañas, con Trump defendiendo los aranceles como “necesarios para proteger a los trabajadores estadounidenses” y sus críticos señalando que los agricultores estaban pagando el precio de esa estrategia.
El gobierno intentó paliar el impacto con subsidios, pero muchos productores advierten que no es suficiente. “No queremos ayudas, queremos mercados”, resumió un agricultor en una feria agrícola en Iowa.
China y la soya: un asunto de poder global
La disputa por la soya no es un simple choque comercial. Se trata de un reflejo de las tensiones estructurales entre las dos economías más grandes del planeta.
Estados Unidos busca mantener su posición como proveedor clave de alimentos en un mundo interdependiente. China, por su parte, intenta mostrar que tiene la capacidad de resistir presiones externas y diversificar su seguridad alimentaria.
El resultado es una cadena global en tensión: los agricultores estadounidenses con granos sin comprador, Brasil convertido en actor estratégico y China caminando en la cuerda floja entre necesidad y orgullo nacional.
Lo que está en juego
La soya, un producto que rara vez aparece en los titulares internacionales, se ha convertido en pieza clave de un pulso geopolítico. Lo que está en juego no es solo el precio del grano, sino el equilibrio de poder en el comercio mundial de alimentos.
Si el boicot se prolonga, Estados Unidos podría perder parte de un mercado construido durante décadas. China, en cambio, quedaría aún más expuesta a los vaivenes climáticos de Brasil y a la volatilidad de los mercados internacionales.
En un mundo donde la seguridad alimentaria es cada vez más estratégica, el enfrentamiento por la soya revela una verdad incómoda: ninguna de las dos potencias puede prescindir completamente de la otra.