
Por Redacción Política – GMTV Productora Internacional
Colombia atraviesa un episodio crítico en su larga historia de violencia rural. En los últimos meses, se han multiplicado las asonadas en distintas regiones del país donde comunidades campesinas, en muchos casos ligadas a economías ilícitas de coca, han llegado al extremo de secuestrar, retener y agredir a militares enviados a realizar operaciones contra el narcotráfico o capturas de cabecillas de bandas criminales.
Los hechos, que inicialmente parecían protestas espontáneas, se han convertido en un patrón alarmante: bloqueos a las tropas, desarme de soldados, destrucción de vehículos oficiales y hasta el incendio de uniformados vivos, como ocurrió recientemente en el Cauca. Por primera vez en décadas, se registran también episodios donde miembros de las Fuerzas Armadas, ante la imposibilidad de repeler a la multitud con medios no letales, decidieron disparar contra civiles que los atacaban.
Procurador: “Son delitos”
Desde Barranquilla, el procurador general Gregorio Eljach fue enfático: “Lo que estamos viendo son delitos. No conocíamos en Colombia un fenómeno en el que comunidades instrumentalizadas por violentos cierren el paso a las tropas y los secuestren. Es inaceptable que a los soldados se les arrebate la libertad. Los organismos deben actuar con prontitud”.
Eljach instó a la Fiscalía y a los demás entes de control a investigar lo sucedido y a deslindar responsabilidades. Aunque reconoció la complejidad del uso de la fuerza contra población civil, advirtió que la pasividad del Estado frente a este tipo de hechos sienta un precedente peligroso para el monopolio de la fuerza pública.
El trasfondo: coca y ausencia de sustitución
Detrás de estas asonadas se encuentra una realidad que todos conocen en las regiones: gran parte de las comunidades que protagonizan estas acciones no se han acogido a los programas de sustitución de cultivos del Gobierno. La promesa de alternativas productivas nunca llegó o se quedó en el papel.
En zonas como el Catatumbo, el sur de Córdoba y el Cauca, los campesinos siguen dependiendo de la coca como único sustento. De allí que cualquier intento militar por erradicar cultivos o capturar a los capos que dominan el territorio sea interpretado como una amenaza directa a la subsistencia.
“Acá nunca llegó el programa de sustitución. Nos prometieron proyectos, pero lo único que vemos es al Ejército. ¿Qué hacemos si tumban la coca y no tenemos cómo alimentar a los hijos?”, relató a este medio un campesino de la vereda El Plateado, que pidió la reserva de su identidad por seguridad.
Otro habitante del sur de Bolívar lo resume así: “Los militares vienen con fusiles, pero el Gobierno nunca vino con mercados, escuelas o carreteras. Entonces la gente reacciona con rabia”.
El Gobierno: contención y promesas
La respuesta oficial ha sido cautelosa. El Ministerio de Defensa insiste en que las tropas actúan bajo estrictos protocolos de derechos humanos y que los hechos de disparos contra civiles serán investigados de manera independiente. Desde la Presidencia se habla de una estrategia “integral” que combine seguridad con desarrollo alternativo.
“Necesitamos resolver la raíz del problema, que son las economías ilegales y la falta de oportunidades. No se puede estigmatizar a comunidades enteras por culpa de unos violentos que las manipulan”, declaró una alta fuente de Palacio.
Sin embargo, hasta ahora el plan de sustitución de cultivos se encuentra prácticamente paralizado, y los recursos para proyectos productivos han sido limitados.
La oposición: “El Estado está perdiendo el control”
La oposición no tardó en reaccionar. Voceros del uribismo y del Centro Democrático advierten que lo que ocurre es una señal inequívoca de pérdida de autoridad del Estado. “Ya no es la guerrilla la que secuestra militares, ahora son comunidades enteras. Eso refleja el nivel de descomposición al que nos está llevando la debilidad del Gobierno. Si los soldados no pueden defenderse, ¿qué clase de Fuerza Pública tenemos?”, dijo la senadora María Fernanda Cabal.
Otros congresistas han exigido declarar zonas de excepción y facultar al Ejército para actuar con mayor contundencia, incluso si eso implica enfrentamientos directos con campesinos movilizados.
Una línea roja
Analistas coinciden en que Colombia enfrenta una línea roja. Si el Ejército dispara contra comunidades y estas, a su vez, siguen respondiendo con violencia extrema, el país podría entrar en una espiral difícil de contener. La narrativa de que “los campesinos están siendo usados por narcos” se cruza con el resentimiento histórico de regiones abandonadas por el Estado.
Lo cierto es que la situación abre preguntas inquietantes:
¿Hasta dónde puede la Fuerza Pública contenerse sin perder autoridad?
¿Hasta dónde puede la población rural seguir justificando la violencia bajo el argumento de la pobreza?
Mientras tanto, en las veredas del Cauca, del Catatumbo o del Bajo Cauca, la tensión sigue en aumento. Los militares están más prevenidos, los campesinos más radicalizados y los narcos más cómodos, pues ven cómo la confrontación entre Fuerza Pública y población civil les permite operar con mayor libertad.
Colombia, otra vez, parece caminar al filo de la navaja: entre el orden y la anarquía, entre la autoridad del Estado y la ley de la selva.
La sustitución: avances en cifras, dudas en terreno
El Gobierno defiende que los programas de sustitución no están paralizados. Según datos oficiales, más de 99.000 familias han firmado compromisos en distintas regiones del país y cerca del 80 % de ellas ha cumplido con la erradicación voluntaria de la coca. Sin embargo, en varias zonas los campesinos denuncian retrasos en la llegada de proyectos productivos, falta de acompañamiento técnico y demoras en los pagos acordados.
“En los papeles todo avanza, pero acá nunca vimos los recursos. Los técnicos llegaron una vez y no volvieron”, afirma un líder comunitario del sur del Meta.
Ese contraste entre las cifras y la realidad percibida en terreno alimenta la desconfianza: mientras el Gobierno insiste en mostrar resultados, las comunidades aseguran que quedaron a mitad de camino entre la erradicación y las alternativas prometidas.