
OPINION POLITICA
Por Gustavo Melo Barrera – GMTV Productora Internacional
Este viernes desde las 2 de la tarde, Colombia vivirá un momento que marcará su historia judicial y política reciente: la lectura de sentencia por parte de la jueza 44 penal del circuito de Bogotá en el proceso contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Una decisión que, según filtraciones y análisis previos, podría derivar en una condena privativa de la libertad. Pero la pregunta central —más allá del veredicto mismo— es: ¿debe el expresidente ir a una cárcel común o a reclusión domiciliaria? ¿Y cuál de estas decisiones le conviene más a Colombia como república democrática?
Un juicio con peso simbólico y político
El caso contra Uribe no es uno más. Implica a la figura política más influyente de las últimas dos décadas, quien no solo gobernó entre 2002 y 2010, sino que moldeó la agenda pública, polarizó el debate nacional y creó una corriente política —el uribismo— que aún estructura buena parte del Congreso y el Ejecutivo.
La investigación —que pasó de la Corte Suprema a la Fiscalía y finalmente a la justicia ordinaria— se centra en la presunta manipulación de testigos para desacreditar a ex paramilitares que lo vinculaban con la creación de grupos armados ilegales. Las grabaciones telefónicas, declaraciones juradas, visitas de intermediarios a cárceles y la presión ejercida sobre el ex paramilitar Juan Guillermo Monsalve constituyen un corpus probatorio que ha sido considerado sólido por varios analistas independientes.
La jueza 44 penal ha dado muestras de independencia frente al enorme ruido político que rodea el proceso. Su sentencia , cualquiera que sea, tendrá que hacer equilibrio entre el rigor jurídico y la enorme carga simbólica de procesar penalmente a un expresidente en ejercicio de su influencia.
¿Cárcel o detención domiciliaria?
Aquí es donde la dimensión institucional y moral del caso cobra protagonismo. Uribe no es un reo común. Pero tampoco debe ser, ni puede ser, un ciudadano con prerrogativas extra constitucionales. La justicia —si quiere reivindicarse como un poder autónomo y confiable— tiene que enviar un mensaje contundente: que ni el poder político ni el caudal electoral otorgan inmunidad frente a la ley.
De ahí que una condena con prisión intramuros tendría un significado restaurador. Mostrará que la ley actúa incluso contra quien fue jefe de Estado, senador, y fundador del partido de mayor oposición al actual gobierno. Representaría, ante los ojos de un país hastiado de privilegios judiciales, una reafirmación del principio de igualdad ante la ley.
No obstante, sectores del uribismo continúan con su campaña de desprestigio a la juez y de inocencia del reo, tildando el fallo como una “persecución judicial” y un “linchamiento político” que, según ellos, deslegitima el proceso. De imponerse la medida de detención domiciliaria, probablemente esa narrativa se fortalecería menos, pero a costa de una sensación de impunidad camuflada de legalismo.
La estabilidad institucional está en juego
El dilema no es fácil. Una prisión común puede convertir al expresidente en un mártir político, catalizar protestas, y agudizar la polarización nacional. Una reclusión domiciliaria, en cambio, podría ser vista como un favor político disfrazado, especialmente en un país donde exguerrilleros y campesinos sin poder cumplen sentencias más duras por delitos menores.
Aquí es donde la justicia debe actuar sin temor, pero con fundamento. No se trata de venganza, sino de pedagogía institucional. El castigo, cualquiera que sea, debe guardar proporcionalidad con los hechos probados, con la gravedad del delito y con la intención manifiesta de manipular la justicia desde las más altas esferas.
La jueza tiene ante sí una decisión histórica: mostrar que en Colombia el poder ya no se recicla en privilegios, o resignarse a mantener el ciclo de excepcionalísmo judicial. Y el país tiene la oportunidad de aceptar, como democracia madura, que juzgar a un expresidente no es desestabilizar la república, sino consolidarla.
Una decisión que trasciende al individuo
La pregunta entonces no es si Uribe debe ir a la cárcel o no. La verdadera cuestión es “si Colombia está lista para aceptar las consecuencias de aplicar la ley sin distingos”. La sentencia de hoy no solo marcará la vida jurídica del expresidente, sino que pondrá a prueba la solidez de nuestras instituciones y la vocación democrática de nuestra sociedad.
El expresidente ha tenido todas las garantías procesales. Ha sido defendido por los mejores abogados, ha tenido acceso a los medios y ha expuesto su versión sin restricciones. Ahora le corresponde al aparato judicial actuar con decisión.
Sea cual sea la sentencia, lo que Colombia necesita no es impunidad ni espectáculo, sino verdad, legalidad y justicia.
Porque solo cuando un país es capaz de juzgar a sus expresidentes sin miedo, puede empezar a creer en su futuro democrático.